Amigos. Extracto del libro.

Extracto del libro

Celebro con ustedes la publicación de mi más reciente libro. Se llama Amigos. Se trata de una novela corta que juega con el disparate y con el humor. En opinión de la Casa Editorial se trata de... un juego oulipiano... que nos lleva a una suerte de mapa de la escritura de ¿dos? personajes, que en apariencia deliran o se dirigen al absurdo, sin embargo a la manera de Perec... el autor de Amigos narra la historia de dos escritores, en un periplo hacia Proust, Dostoyevski, Kafka y la Avenida de las Maravillas, ocultando una regla básica de la escritura que es el hilo invisible de este experimento literario.

A continuación les comparto el primer capítulo; espero que les guste.

Regalías

Debíamos cobrar las regalías de nuestros libros en la oficina de pagos de la editorial. Formábamos una fila considerable y conversábamos poco porque poco nos conocíamos. Mucha fue nuestra frustración cuando el señor de la ventanilla soltó, seco, un ¡no hay dinero! Y háganle como quieran; lo de “háganle como quieran” lo digo yo ahora que lo escribo porque el hombre de la ventanilla, tras su anuncio que sonó a rugido, se limitó a bajar con brusquedad el vidrio por donde se asomaba y no volvió a abrirlo nunca. Nunca es algo que supongo en este momento porque en aquel esperamos un tiempo desconcertante, cinco, diez, veinticinco minutos y ese fue nuestro nunca de entonces y es el nunca de ahora.

De sopetón nos encontramos en la calle y ahora éramos sólo dos, un escritor desconocido por mí y yo, un escritor desconocido por todos. Él dijo “vamos caminando, no es muy lejos” y echamos a andar, que es una manera en la que ahora quiero explicar que no supe entonces ni entiendo en este momento a dónde nos dirigíamos. Pero Él dijo con mucha seguridad si tomamos la Avenida de las Maravillas llegaremos antes de que amanezca; también dijo, aquí derecho llegas a tu casa y yo a la mía, aunque Él no sabía dónde quedaba mi casa ni yo la de Él. Echamos a andar, entonces, siguiendo el trazo de la Avenida de las Maravillas.

Él, de cuerpo choncho y jugosa cabeza, me adelantó un poco y continuó hablando como si yo estuviera a su lado por lo que se justificaría pensar que sufría de soliloquios y si oyera voces que nadie más escuchara llenaría criterios para el diagnóstico de locura. No fue así porque dando unos brinquitos le di alcance y simulé que no me había separado de Él, que había escuchado cada una de sus palabras, cada oración, cada párrafo y seguiría con cada página hasta completar un libro si hubiera durado dos años nuestra caminata. Pero no fue así, una vez que nos emparejamos en la marcha, que igualamos incluso los pasos como soldados en pleno entrenamiento, que giré el rostro para mirar el suyo, continuó su discurso sin notar que lo había dejado solo por unos instantes. Con lo cual continuamos conversando, más bien Él, yo permanecía callado, sin que Él lo notara; sin embargo, ahora, me costaría un tremendo esfuerzo recordar lo que decía.

La Avenida de las Maravillas divide a la ciudad del mismo nombre porque resulta imposible no maravillarse con los drones que vuelan por todos lados ⸻por todos lados del cielo, claro, sólo lo hacen por los aires⸻, las tirolesas que cruzan el espacio, los funiculares trepadores que se acercan a uno y que cuando están a punto de arrancarte la cabeza vuelven a levantar el vuelo hasta desaparecer en las montañas distantes. Y los gusanos del metro que se arrastran en el subsuelo pero que en ocasiones asoman a la superficie levantado una ventolera que te vuela el sombrero si tienes la ocurrencia de usar todavía tan anticuada prenda; si no, con una gorra de los Tigres de Detroit basta; si no, con una gorra de orejas colgantes, como de perro sabueso; si no, con un casco de motociclista y si no con la pelona basta, si tienes la mala suerte de haberte quedado calvo y te rapaste los tres pelos que te quedaban para que, mostrando tu bola de billar en la cabeza, creas que no se nota que perdiste casi todo tu cabello desde que eras joven. Pero como no usas sombrero, ni gorra de los Tigres de Detroit, ni gorro de Machu Pichu, ni casco de motociclista, ni andas rapado hasta la raíz, todo eso no te importa. Te importaba que ese hombre que iba a tu lado y de quien ni siquiera conocías su nombre te dijo una contradicción flagrante, que estaba cerca de a donde irían y para llegar caminando antes del amanecer. Y puesto que irían caminando pensaste, como George Perec, una de dos, o ese hombre, efectivamente, estaba loco o tú no habías vuelto a tu estado normal porque no te pagaron las regalías por la venta de tu última novela y estabas suponiendo cosas que carecían de fundamento. Como no las pagaron a los demás y como buen neuras que eres, pensaste: menos mal y mal de muchos. Y eso le dijiste a Él que caminaba a tu lado como si a Él sí le hubieran pagado un dinero inmerecido, como rezan algunos católicos, “gracias por darnos estos alimentos sin haberlos merecido”, porque tú comenzaste a leer su libro, recordaste, reconociste entonces al tipo por la foto que aparecía en la contraportada, cuya lectura abandonaste abrumado por la envidia diciéndote o suponiendo que Él te diría, yo escribo mejor, eso cualquiera puede darse cuenta. Pero no, hiciste el hallazgo casi inmediato de que nadie se daba cuenta de que eres un escritor triple A y que nunca llegarás a jugar en las Ligas Mayores. Y que llorar delante de un desconocido que apenas habías identificado ahora gracias a la fotografía de la contraportada de su libro, del libro cuya lectura abandonaste pronto por pura envidia, sería una humillación. Sin embargo, a fuer de ser sincero ⸻echaste mano de ese antiquísimo lugar común de la literatura⸻ el escritor que caminaba a tu lado y hablaba hasta por los codos, no escribía tan mal. Y si el ácido sulfhídrico que hasta hace poco destilabas ⸻no te sulfures, no es para tanto⸻ estaba desapareciendo y ahora ese competidor con el que a ratos chocabas hombro con hombro, sin metáfora, hasta comenzaba a simpatizarte.

No que quisieras hacerte amigo de Él, bastante difícil te resulta conseguir nuevas amistades, sino que podrías tolerarlo el tiempo que fuera a durar el recorrido, el de ÉL, pero el tuyo también, después de todo, la suerte, la casualidad, la necesidad económica que los había llevado a la editorial en la que ambos publican sus libros o, peor aún, la coincidencia mayor de que los dos sintieran ese como pálpito, aquella como vocación de dejarlo todo ⸻tú, al menos, Él quién sabe⸻ de vaciar en letras negras los malos pensamientos, no porque esos pensamientos fueran mal intencionados, no, negros porque te parecían oscuros en grado extremo y habías descubierto, hacía ya muchos años, que se blanqueaban, paradójicamente, conforme los ibas asentando en letras escritas en una libreta o en hojas sueltas o en una servilleta, si el agarrón inspirador te sobrevenía en un bar, o en un pedacito de papel encontrado oportunamente en uno de tus bolsillos, pero nunca, en la primera vez que aparecen en forma de letras en una máquina de escribir mecánica o en una máquina de escribir eléctrica cuando aparecieron, ni en la computadora de escritorio aunque fuera personal, ni cuando el genio de Bill Gates inventó Windows, ni en una lap-top ahora disponible, sino a mano, como todo un clásico, por aquello de que el pensamiento tarda menos en convertirse en palabras si baja desde tu hemisferio dominante a la mano que más usas en vez de esperar a que se convierta en un sistema organizado que emplea las dos manos y que te haría recordar las aburridas clases de mecanografía que alguna vez tomaste y que te obligaba a reaprender el orden de las letras del abecedario que ya no era a b c d hasta terminar en x y z, sino que ahora se acomodaban como q w e r para acabar en v b n m porque así lo había decidido el inventor de la primera máquina de escribir comercializada, Christopher Sholes, en 1872.

Si eso no te convence, escucha: Es como si escribiéramos con el cerebro, Roland Barthes dixit.

Si nos apurábamos. Si apretábamos el paso. Si la Avenida de las Maravillas estaba despejada, era probable que llegáramos a nuestro destino antes del amanecer.

Cada Editorial Abismos, agosto 2025.

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